1. EVANGELIO Y EVANGELIOS

El Nuevo Testamento se abre con cuatro libros que llevan el mismo título: «Evangelio». Estos libros están en el corazón de la Sagrada Escritura «puesto que son el testimonio principal de la vida y doctrina del Verbo Encarnado, nuestro Salvador» 1.

La palabra «evangelio», de procedencia griega (euangélion), significaba originariamente «buena noticia». En la antigüedad griega –en Homero o en Plutarco– se empleaba para designar la recompensa que se daba al portador de una buena nueva, o el sacrificio de acción de gracias que se ofrecía por ella. Los romanos llamaron «evangelios» al conjunto de beneficios que Augusto había traído a la humanidad. En la traducción griega del Antiguo Testamento (Septuaginta) se utilizaba para expresar el anuncio de la llegada de los tiempos mesiánicos, en los que Dios salvaría a su pueblo 2.

Al comienzo de su ministerio público, Jesús invitó a creer en el Evangelio del Reino de Dios, la buena noticia del advenimiento del Reino que Él anunciaba y que llegó con Él 3. Esa buena noticia de la salvación tenía, y tiene, que alcanzar al mundo entero; por eso, al final de su vida terrena, envió a sus Apóstoles a predicar el Evangelio a toda criatura 4. La predicación apostólica acerca de la vida y las enseñanzas de Jesús es así «Evangelio», buena noticia. Tal predicación incluye no sólo las palabras de Jesús, sino la semblanza de Jesús: el contenido del Evangelio es el mismo Jesucristo, en quien se cumplen las promesas salvadoras que Dios hizo en el Antiguo Testamento.

Sólo existe, por tanto, un Evangelio: el predicado por los Apóstoles que, a su vez, lo recibieron de Cristo y lo proclamaron con la fuerza del Espíritu Santo. San Pablo escribía: «Os lo repito: si alguno os anuncia un evangelio diferente del que habéis recibido, ¡sea anatema!» 5. Más tarde, cuando este anuncio apostólico fue puesto por escrito, la misma palabra se aplicó a los libros que contenían el «Evangelio» predicado. Así pues, los cuatro primeros escritos del Nuevo Testamento se llaman «evangelios», porque en ellos se nos transmite el «Evangelio» que, recibido de Cristo, predicaban los Apóstoles. El Concilio Vaticano II lo expresa así: «Lo que los Apóstoles predicaron por mandato de Cristo, luego, bajo la inspiración del Espíritu Santo, ellos mismos y los varones apostólicos nos lo transmitieron por escrito, como fundamento de la fe, es decir, el Evangelio en cuatro redacciones, según Mateo, Marcos, Lucas y Juan» 6. El Concilio se hace así eco del título que tenían estos libros en los antiguos manuscritos: «Evangelio según…». De esa manera se pone de manifiesto que los evangelistas no son los autores o creadores del Evangelio, sino los autores literarios que, según sus matices y carismas peculiares, testimonian el Evangelio.

2. ORIGEN DE LOS EVANGELIOS

El origen de los evangelios escritos está en la predicación apostólica o kérigma. Jesucristo no envió a sus discípulos a escribir sino a predicar y ellos se ocuparon de difundir con los medios a su alcance la buena noticia que es Jesucristo. De esta predicación apostólica nacen los evangelios. Éstos no son, por tanto, una crónica contemporánea sobre la actividad de Jesús registrada por sus discípulos, sino el resultado de un proceso más o menos largo, que va de un estadio oral a otro escrito, definitivo.

El Concilio Vaticano II, en un párrafo denso, lo sintetiza así: «La santa Madre Iglesia firme y constantemente ha mantenido y mantiene que los cuatro referidos evangelios, cuya historicidad afirma sin vacilar, transmiten fielmente lo que Jesús Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la salvación de ellos, hasta el día en que fue levantado al cielo (cfr Hch 1, 1-2). Los Apóstoles ciertamente después de la ascensión del Señor predicaron a sus oyentes lo que Él había dicho y hecho, con aquel mayor conocimiento de que ellos gozaban, ilustrados por los acontecimientos gloriosos de Cristo y por la luz del Espíritu de verdad. Los autores sagrados escribieron los cuatro evangelios escogiendo algunas cosas de las muchas que ya se transmitían de palabra o por escrito, sintetizando otras, o desarrollándolas atendiendo a la condición de las Iglesias, reteniendo, en fin, la forma de anuncio, de manera que siempre nos comunicaban la verdad sincera acerca de Jesús. Escribieron, pues, sacándolo ya de su memoria o recuerdos, ya del testimonio de quienes “desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la palabra” para que conozcamos “la verdad” de las palabras que nos enseñan (cfr Lc 1, 2-4)» 7.

A tenor de estas palabras, pueden distinguirse tres momentos que deben tenerse presentes para comprender la redacción de los evangelios. El primer momento es la vida y enseñanza de Jesús, ya que estos escritos nos trasmiten la actividad de Jesús en Palestina en las tres primeras décadas de nuestra era.

El segundo momento, que corresponde genéricamente a los años 30-60, es el de la predicación apostólica. Los Apóstoles, tras la ascensión del Señor, predicaron las obras y las palabras de Cristo, pero con una perspectiva nueva, desde la crecida inteligencia de los acontecimientos que les proporcionó la resurrección del Señor, y desde la comprensión más profunda de esos hechos que alcanzaron tras la venida del Espíritu Santo: los mismos evangelios son testigos de este recorrido 8. La predicación de los Apóstoles supone también una adaptación del mensaje a los oyentes: si Jesús desarrolló su ministerio en tierra de Israel, los Apóstoles lo hicieron por todo el Imperio Romano. Esta predicación se transmitió de modo oral, aunque, probablemente, muy pronto se pusieron por escrito diversas enseñanzas de Jesús, o episodios de su vida, con fines catequéticos o litúrgicos.

Finalmente, en un tercer momento, entre los años 60 y 90, se llevó a cabo la redacción de los evangelios. Los testimonios escritos de la época que nos han llegado señalan que, ante la desaparición de los Apóstoles, los cristianos comenzaron a poner por escrito su predicación acerca de Jesús, hasta que alcanzó la forma de los evangelios canónicos. Los evangelistas, inspirados por el Espíritu Santo, emplearon sus facultades al servicio de su obra, con la que intentaban el bien de la Iglesia y la utilidad de sus lectores. Acudieron a la predicación apostólica y a sus recuerdos personales. Reunieron el material oral o escrito que les era posible, y cada uno lo ordenó para conseguir aquello que se había propuesto. Pensaron en los lectores inmediatos y en la forma más apropiada para hacerse entender. De acuerdo con sus capacidades personales, y atendiendo a las necesidades de los destinatarios, acentuaron más unos u otros rasgos de la enseñanza y de la vida del Señor. Unas veces resumieron los hechos, otras veces agruparon palabras alrededor de un tema o un lugar determinados, etc. También explicaron aquello que podía resultar confuso a los lectores, o aclararon el significado de algunos acontecimientos y palabras del Señor, mostrando cómo estaban ya profetizados en el Antiguo Testamento. Los evangelistas, por tanto, no fueron simples recopiladores de lo que ya se transmitía, sino verdaderos autores de sus libros, en los que queda manifiesta la huella de la personalidad de cada uno.

3. CONTENIDO Y ESTRUCTURA DE LOS EVANGELIOS

Los nombres que se dan a estos escritos en los primeros documentos cristianos indican su vínculo estrecho con la predicación apostólica: no son una biografía completa de Jesús, sino el testimonio apostólico sobre Jesucristo. San Justino se refiere a ellos como «Recuerdos de los apóstoles», o «recuerdos de los apóstoles y de sus sucesores» 9. También utiliza por vez primera el nombre de «evangelios»10, que luego se hará común en San Ireneo, Clemente de Alejandría, etc. De ese modo se señala que la primera característica de los cuatro evangelios es su íntima conexión con la predicación apostólica. Esta dependencia se manifiesta incluso en su estructura. El discurso de Pedro en casa del centurión Cornelio11, por ejemplo, ofrece la falsilla de los cuatro evangelios: Jesús comienza su ministerio público tras ser bautizado por Juan Bautista en el Jordán, predica y realiza milagros en Galilea y Jerusalén, y acaba su vida en la tierra con la pasión, muerte y resurrección gloriosa. Cada evangelista enriquece este esquema con notas peculiares. San Marcos comienza directamente su escrito con el anuncio de San Juan Bautista acerca de la necesidad de la penitencia para recibir al Mesías; su relato es vivo, como «un evangelio en acción», y subraya la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo como el centro de su narración. San Mateo y San Lucas inician la narración evangélica con los relatos sobre el nacimiento, infancia y vida oculta de Jesús12, que son como un gran prólogo a sus respectivos escritos. Mateo privilegia la presentación de las palabras de Jesús en forma de grandes discursos; Lucas, en cambio, relata con mucha amplitud la predicación de Jesús yendo de camino desde Galilea a la Ciudad Santa, como un lento viaje o subida a Jerusalén. San Juan empieza remontándose hasta la eternidad del Verbo en el seno del Padre, y exponiendo la Encarnación del Hijo de Dios y su vida entre los hombres13; después narra el ministerio público del Señor enmarcado en viajes de Galilea a Jerusalén según las diversas fiestas judías.

Los cuatro evangelios canónicos se asemejan también en otro aspecto: son narraciones de la actividad del Señor y subrayan que Él, siendo Hijo de Dios, era verdadero hombre que padeció y murió realmente. Los evangelios apócrifos, en cambio, no reúnen estas características: unos recogen únicamente enseñanzas de Jesús, otros atenúan, o incluso anulan, el sufrimiento del Hijo de Dios en su pasión. Estos escritos no fueron recibidos en el canon de la Iglesia por no ser conformes con la regla de la fe. Bajo el aspecto de narración histórica, los cuatro evangelios canónicos, aunque forman un género propio –son vehículos del «Evangelio»–, tienen ciertas semejanzas con algunos libros del Antiguo Testamento –los escritos sobre los profetas, por ejemplo–, y también con otros escritos de la antigüedad: las obras biográficas de personajes relevantes o virtuosos. Después, cada uno de los cuatro recalca un aspecto: Marcos y Juan parecen más bien defensas de la verdadera humanidad y divinidad de Jesús, frente a falsas interpretaciones; Mateo presenta las acciones de Jesús como clave interpretativa de las enseñanzas del Maestro y como pruebas de ser el Mesías prometido en el Antiguo Testamento; Lucas, con su doble obra –evangelio y Hechos de los Apóstoles–, explica cómo las palabras y las acciones del Señor están en el origen del cristianismo.

Los tres primeros evangelios –Mateo, Marcos y Lucas– presentan entre sí grandes semejanzas y también bastantes diferencias. Se conocen con la designación de «evangelios sinópticos», porque, ordenando su contenido en tres columnas paralelas, se pueden observar sus coincidencias y diferencias en un único golpe de vista (sinopsis), ofreciendo una «concordia discordante» en la materialidad de las palabras de Jesús que transmiten y en su ordenación. En cuanto a su contenido, los tres evangelios tienen en común unos 350 versículos. Mateo y Lucas coinciden además en unos 230 versículos que no están en Marcos y que son, normalmente, palabras del Señor. Mateo y Marcos tienen unos 180 versículos comunes que no están en el evangelio de Lucas. Y Marcos y Lucas unos 100 que no están en Mateo. Finalmente, está el patrimonio que es propio de cada evangelista y que no recoge ninguno de los otros dos: unos 50 versículos en Marcos, unos 330 en Mateo, y unos 500 en Lucas. En cuanto al orden, o sucesión de los pasajes, los evangelios parecen seguir un mismo camino cuando ese orden está presente en Marcos; en cambio, los pasajes comunes a Mateo y Lucas que no están en San Marcos, aparecen de diversa forma: Mateo los recoge sustancialmente en el Discurso de la Montaña y Lucas los va espigando a lo largo del relato.

Para explicar estas semejanzas y diferencias, sobre todo las semejanzas, se han propuesto diversas hipótesis. Únicamente señalamos aquí las líneas generales de esta cuestión, una de las más complicadas en el estudio de los evangelios, imposible de explicar en pocas palabras. Sin embargo, es indudable que los tres evangelios proceden de la predicación apostólica oral, y es posible pensar que la necesidad de ser fieles a la tradición apostólica hiciera que esa predicación fuera adquiriendo unas formas muy definidas, como las que se han conservado en los evangelios. Los evangelistas beben de esas fuentes, diversas y comunes a la vez. También se puede pensar en el conocimiento mutuo de los evangelistas, es decir en la interdependencia de los evangelios. La explicación que se ha seguido más tiempo es la que propuso San Agustín. Según el orden canónico, el obispo de Hipona afirmaba que Mateo fue el primero en componerse; Marcos le siguió, abreviándolo; finalmente, Lucas, con los otros dos evangelios delante, compuso el suyo para Teófilo14. Otros autores, siguiendo un apunte de Clemente de Alejandría, que afirma que los primeros evangelios en componerse son los que contienen las genealogías15, suponen que después de Mateo, que escribió el evangelio para los judeocristianos, Lucas lo adaptó para los cristianos procedentes de la gentilidad, y finalmente Marcos realizó un compendio entre los dos. Sin embargo, la hipótesis más común entre los modernos estudiosos sostiene que Marcos fue el primer evangelio en escribirse. Mateo y Lucas, sin conocerse entre sí, pero teniendo delante a Marcos, escribieron después de manera independiente sus evangelios. Los dos, además de fuentes propias, tienen como fuentes comunes el escrito de Marcos y un supuesto documento, desconocido por Marcos, que contenía enseñanzas del Señor y que la investigación denomina «fuente Q». Esta hipótesis explica satisfactoriamente el estado actual de los evangelios: las semejanzas en las palabras, por disponer de las mismas fuentes; y las semejanzas en el orden, que se dan cuando siguen la narración de San Marcos y casi nunca a la hora de componer las palabras del Señor que provienen de Q. Sin embargo, la hipótesis tiene una gran dificultad, ya que hace suponer la existencia de un documento del que no nos ha quedado ningún resto ni referencia en la antigüedad cristiana. Algunos han aventurado que el evangelio de Mateo en la lengua de los hebreos del que habla Papías16, y del que sólo nos ha quedado esa mención, sería en realidad este documento Q, que más tarde, traducido al griego, y confrontado con el evangelio de Marcos, dio lugar al Evangelio de Mateo canónico. Pero esto no deja de ser una hipótesis imaginativa; lo cierto es que, en la actualidad, en lo que se ha venido en llamar la cuestión sinóptica, no hay una solución que sea aceptada por todos.

4. VERACIDAD HISTÓRICA DE LOS EVANGELIOS

Los evangelios constituyen la fuente incomparablemente más directa y autorizada para conocer la figura de Jesús de Nazaret. Ellos nos lo presentan como un hombre, el Mesías anunciado en el Antiguo Testamento y, al mismo tiempo, como el Salvador de la humanidad, el Hijo Único de Dios. Ciertamente, esta dimensión humana y divina de Jesucristo sólo puede confesarse desde la fe, pero nace de un hecho histórico, a saber, que Jesús nació, vivió, murió y resucitó verdaderamente. Su historia está enraizada en la historia del mundo real. El cristianismo no es sólo ni primariamente una doctrina, sino el testimonio de un acontecimiento enmarcado con precisión en el tiempo y en el espacio: el acontecimiento de Jesús de Nazaret. Por eso, la verdad del anuncio evangélico debe ser abordada desde el punto de vista histórico. La verdad religiosa del cristianismo se desdibujaría si no estuviera asentada en la verdad histórica.

Se ha apuntado más arriba que «la santa Madre Iglesia firme y constantemente ha mantenido y mantiene que los cuatro referidos Evangelios, cuya historicidad afirma sin vacilar, transmiten fielmente lo que Jesús Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la salvación»17. En los primeros siglos, los escritores cristianos defendieron la historicidad de los evangelios en dos campos: ante las insidias de los enemigos del cristianismo, que rechazaban los milagros, apelaron a la garantía de verdad que manifestaban los textos; ante las divergencias entre los mismos evangelios, buscaron la concordancia. Pero nunca se limitaron a afirmar que la doctrina que se enseñaba en los evangelios era verdadera, sino que se esforzaron en defender la historicidad de los acontecimientos que narraban estos libros.

La pacífica posesión de la verdad histórica de estos relatos entre los cristianos duró dieciocho siglos. Con la aparición del Iluminismo y la Ilustración, se propuso, especialmente en círculos protestantes, una nueva explicación que negaba todo lo sobrenatural presente en los evangelios. Más que verdadera historia –dijeron algunos autores con un afán decididamente anticristiano– contendrían el ropaje con el que los Apóstoles vistieron a Jesús: un ropaje mítico, propio de aquella antigua época precientífica, con el que se quería exaltar la figura de Jesús. De este planteamiento nacieron las «vidas de Jesús» del siglo XIX que le presentan como un pretendiente mesiánico fracasado, un idealista soñador o, en el mejor de los casos, como un maestro de religión y moral. Pero, evidentemente, estas visiones acerca de Jesús no podían dar razón de la fuerza que ha tenido y tiene el mensaje del Nuevo Testamento, por lo que, a lo largo de la primera mitad del siglo XX, otros autores propusieron disociar el Jesús de la historia, al que –según ellos– no se podría llegar, del Cristo de la fe predicado por los Apóstoles. Los evangelios serían testimonios de la fe en Cristo como camino de salvación, y no tanto del Jesús de la historia, que, como figura histórica y concreta, tendría poca significación para la fe. Sin embargo, tampoco este planteamiento responde siquiera a la misma predicación apostólica, ya que en ella se remite ineludiblemente al Jesús terreno. El Cristo predicado es el mismo Jesús que vivió y murió en Palestina. Esta consideración ha hecho que los estudios críticos recientes sobre la verdad histórica de los evangelios hayan cobrado renovado interés. Aunque la confesión de que Jesús es el Mesías e Hijo de Dios sólo puede hacerse desde la fe –lo mismo les ocurría a sus contemporáneos–, hoy científicamente no puede negarse la singularidad de su Persona y de su actuación, realmente única, fascinante y misteriosa a la vez, que los evangelios reflejan con autenticidad y honestidad.

En su conjunto, la investigación ha concluido, genéricamente, que comprender el carácter con el que están escritos los evangelios implica tres referencias necesarias: 1) La conexión entre la historia preparatoria, esto es, el Antiguo Testamento, portador de promesas abiertas, y el cumplimiento en Jesús de Nazaret de aquellas profecías antiguas. 2) La fundamentación del Evangelio, oral o escrito, en la existencia humana de Jesús, esto es, su condición histórica, apoyada en lo que realmente sucedió. 3) La actualidad del Evangelio, por la cual la presencia de Cristo resucitado y glorioso ofrece la gracia de la salvación a cuantos acogen la proclamación del Evangelio. El juicio crítico y la interpretación de estos escritos deberá enfrentarse con esas tres referencias, cada una de las cuales está entramada con las otras dos. Historia, fe y teología, actualidad o exigencias, no son objetos de estudio independientes. Éstas son las líneas maestras de la comprensión del Evangelio, de su valor histórico, y de su valor religioso o teológico.

Además se deberá tener presente que la caracterización salvífica y teológica de Jesús que impregna los evangelios no deforma la realidad agrandando su figura; es más, ya que Jesucristo es el Hijo eterno de Dios, podemos decir que la imagen de Jesús que transmite cualquiera de los evangelistas o de los escritores sagrados es necesariamente incompleta. El cuarto evangelista lo expresa de manera sencilla y profunda cuando afirma: «Muchos otros signos hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no han sido escritos en este libro. Sin embargo, éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre»18.

5. LOS EVANGELIOS EN LA IGLESIA

Los escritos cristianos de finales del siglo I citan ya frases o pasajes presentes en los evangelios, aunque sin referirse a quiénes los escribieron. Sin embargo, en los autores del siglo II –Ireneo, Tertuliano, Clemente de Alejandría, etc.– ya es común la afirmación de que los evangelios son cuatro, y sólo cuatro. Así se expresa el testimonio más antiguo, el de San Ireneo: «Puesto que existen cuatro regiones en el mundo en que vivimos y cuatro vientos cardinales; puesto que, por otra parte, la Iglesia se encuentra diseminada por toda la tierra y que la columna y el fundamento de la Iglesia es el Evangelio y el Espíritu de vida, es normal que esta Iglesia posea cuatro columnas que emitan por todas partes hálitos de incorruptibilidad o vivifiquen a todos los hombres. Por donde aparece que el Verbo artesano del Universo, que está sentado sobre los querubines y que todo lo mantiene, una vez manifestado a los hombres, nos ha dado el Evangelio cuadriforme, Evangelio que está mantenido, no obstante, por un solo Espíritu. (…) Puesto que Dios, en efecto, todo lo compone con proporción, era necesario que la forma bajo la cual se presentaba el Evangelio estuviera también perfectamente compuesta y armoniosamente dispuesta»19. De esa manera se indica cómo la primitiva Iglesia tenía esta colección de los cuatro evangelios como normativa.

Estos textos adquirieron para aquellos cristianos características semejantes a las Escrituras sagradas de Israel. San Justino, por ejemplo, recuerda que en las celebraciones eucarísticas de los primeros cristianos los evangelios se leían y se comentaban como otros textos sagrados. Dice así: «Los apóstoles, en efecto, en sus memorias llamadas Evangelios, nos cuentan que así les fue mandado, cuando Jesús, tomando pan y dando gracias, dijo: “Haced esto en conmemoración mía. Esto es mi cuerpo”; y luego, tomando del mismo modo en sus manos el cáliz, dio gracias y dijo: “Esto es mi sangre”, dándoselo a ellos solos. Desde entonces seguimos recordándonos siempre unos a otros estas cosas. (…) El día llamado del sol se reúnen todos en un lugar, lo mismo los que habitan en la ciudad que los que viven en el campo, y, según conviene, se leen las memorias de los apóstoles o los escritos de los profetas, según el tiempo lo permita. Luego, cuando el lector termina, el que preside se encarga de amonestar, con palabras de exhortación, a la imitación de cosas tan admirables. Después nos levantamos todos a la vez y recitamos preces; y a continuación, como ya dijimos, una vez que concluyen las plegarias, se trae pan, vino y agua; y el que preside pronuncia fervorosamente preces y acciones de gracias, y el pueblo responde: “Amén”; tras de lo cual se distribuyen los dones sobre los que se ha pronunciado la acción de gracias, comulgan todos, y los diáconos se encargan de llevárselo a los ausentes»20. En este contexto eucarístico, los evangelios no son meras narraciones de la vida del Señor, son memoria y presencia de su Persona en su Iglesia. Idéntico proceder se ha seguido siempre en ésta, que en la Eucaristía y en la Escritura tiene los tesoros recibidos de Cristo para entregarlos a sus fieles: «La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la Liturgia»21. En el caso de los evangelios, los mismos gestos de la liturgia eucarística –incensación, procesión, beso y aclamaciones– equiparan el rito de su lectura a un encuentro con Cristo vivo.

Por ello, en la Iglesia los evangelios no son sólo el testimonio del ejemplo de Cristo, ni unos textos que puedan mirarse únicamente con la curiosidad del investigador. Los evangelios son un don de Dios a su Iglesia que ésta hace fructificar: en este sentido la mejor explicación de estos escritos es la vida de los santos. Los evangelios en la Iglesia no son documentos del pasado; son actuales porque lo que fue entonces es ahora. Ese programa se podrá realizar si cada uno se lo propone en el momento y las circunstancias que le tocan vivir: «Al abrir el Santo Evangelio, piensa que lo que allí se narra –obras y dichos de Cristo– no sólo has de saberlo, sino que has de vivirlo. (…) En ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida. –Aprenderás a preguntar tú también, como el Apóstol, lleno de amor: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?…” –¡La Voluntad de Dios!, oyes en tu alma de modo terminante»22.

1 Conc. Vaticano II, Dei verbum, 18; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 125.
2 cfr Is 52, 7-8; Is 61, 1-2.
3 cfr Mc 1, 1.14.
4 cfr Mc 16, 15.
5 Ga 1, 9.
6 Dei verbum, 18.
7 Ibidem, 19; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 126.
8 Jn 2, 22; Jn 12, 16.
9 S. Justino, Apologia 1, 66, 3; 67; Dialogus cum Tryphone 100, 4; 103, 8; 106, 1.3.4.
10 Id., Apologia 1, 66, 3; Dialogus cum Tryphone 10, 2; 100, 1.
11 «Vosotros sabéis lo ocurrido por toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan: cómo a Jesús de Nazaret le ungió Dios con el Espíritu Santo y poder, y cómo pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él. Y nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la región de los judíos y en Jerusalén; de cómo le dieron muerte colgándolo de un madero. Pero Dios le resucitó al tercer día y le concedió manifestarse, no a todo el pueblo, sino a testigos elegidos de antemano por Dios, a nosotros, que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos; y nos mandó predicar al pueblo y atestiguar que a él es a quien Dios ha constituido juez de vivos y muertos. Acerca de él testimonian todos los profetas que todo el que cree en él recibe por su nombre el perdón de los pecados» (Hch 10, 37-43).
12 Mt 1-2; Lc 1-2.
13 cfr Jn 1, 1.14.
14 cfr S. Agustín, De consensu evangelistarum 1, 1-2.
15 cfr Eusebio de Cesarea, Historia ecclesiastica 6, 14, 4.
16 Ibidem 3, 39, 16.
17 Conc. Vaticano II, Dei verbum, 19.
18 Jn 20, 30-31.
19 S. Ireneo, Adversus haereses 3, 11, 8-9.
20 S. Justino, Apologia 1, 66-67.
21 Conc. Vaticano II, Dei verbum, 21.
22 S. Josemaría Escrivá, Forja, 754.